La unificación
Don Felipe González, en su absolutismo democrático, ha venido a soñar lo mismo que Franco en su absolutismo absoluto: la Unificación.
González no puede proclamar un Decreto de Unificación de todas las fuerzas políticas, como su antecesor militar en el cargo, pero ese Decreto y esa Unificación se movían ayer, erráticos, y anteayer, por sobre la gran herradura humana del Parlamento.
El presidente ha visto que las mayorías absolutas ya no le comen en la mano, como antañazo, y para evitarse la nueva recurrencia al señor Mardones se ha sacado esto del consenso por la competitividad, que unas cosas traen otras.
Rojas Marcos casi se lo dijo: «Usted es jefe del Gobierno y además quiere ser jefe de la oposición». Lo que quiere es ser Jefe mayúsculo y con mayúscula de toda la cosa y, ahora que el PSOE parece en crisis como partido, hacer un partido tácito y orgánico con todos los parlamentarios.
Asegurarse las votaciones no por mayoría absoluta, sino mucho más: por apoteosis asamblearia. Nos parece grave este sutil amago de metamorfosear la Cámara Baja pasando del juego de partidos a un pacto de política asamblearia. Lo asambleario es la tentación democrática del fascismo o bien el fascismo acaba siendo la tentación de los sistemas asamblearios.
Pero esto le interesa a FG para asegurarse la gobernabilidad y llevar adelante sus eventos liberalconservadores y europeístas, de modo que en el Debate se ha celestineado sí mismo, llegando a seducir con tercerías a Suárez y Roca, e incluso a Julio Anguita, que, de su hostilidad pérsica y cruel cuando el debate del Golfo, ha pasado (ya lo habíamos adivinado en Sartorius) a ofrecerle al presidente un muestrario de marroquinería cordobesa, un catálogo surtido de novedades y artículos de regalo, para que elija. En cuanto al señor Aznar en su mejor discurso desde que se presentó en esta plaza, cabe decir que encareció la mercancía mediante el repertorio de críticas, pero también acabaría ofreciéndose al pacto, siempre que González vaya con buenas intenciones: como las novias ingenuas. Así pues, la hegemonía del príncipe socialista, de que hablábamos ayer, se consuma en todas las Españas a la vista de un nuevo Gobierno viejo, reflectante de neoliberales rayas y camisas viejas que son ya como trofeos que decoran la Casa Común, un recuerdo cinegético de los tiempos en que el socialismo se dedicaba al pastoreo y el pillaje.
Este pacto implícito, o explícito en papela, un día, nos parece democráticamente espurio y socialmente nefando, pues que se produce en el sagrado nombre de la competitividad/93, que a su vez fuerza la productividad, que a su vez frena los salarios, que a su vez. Y en este plan. Claro que no todos los abajofirmantes se creen lo que dicen o les dicen, sino que también canta en ellos el natural instinto político de tocar poder y el halago de ser, al fin, convocados para algo por un príncipe hegemónico.
Para dejarlo todo atado y bien atado, Felipe se asegunda en sus intervenciones, somete al personal a una sauna ideológica de nueve horas, se dopa de múltiples cafés y finalmente pide perdón por no contestar personalmente a cada uno como sería su amoroso deseo. El señor Pons declara abierto el buzón de las sugerencias, una vez que a todo el mundo se le ha purgado el corazón.
La rúbrica «Estado de la Nación» no era sino una consigna para llegar a esta Tercera Transición Española, que ahora pasa de la puja democrática a un neoliberalismo asambleario en el santo nombre de Europa. La democracia política que nos quedaba (en la calle hay otra) se va disipando así mediante la utopía totalitaria del Acontecimiento: Expo, Olimpíadas, 93, etc.
