Artículos Francisco Umbral

Valencia


Valencia vive últimamente entre dos dialécticas. La dialéctica del progreso y la dialéctica del miedo. Valencia, desde dentro, ha querido ser la gran ciudad que realmente es, ha querido dar el salto cualitativo y plantarse en la modernidad. Valencia fue la última capital de la República española y parece como si eso no se lo perdonase el destino. Valencia, la ciudad más lúdica de España, va alejándose de sus famosas fallas, que eran el esperpento de Blasco Ibáñez sin prosa o con mala prosa, que tampoco la del gran novelista era muy buena. La Valencia del progreso se auspicia en creadores como Luis Berlanga, que hace unas películas muy europeas para darles en seguida una pasada por la cosa fallera. Entre Berlanga y Blasco Ibáñez está Gabriel Miró, que es el otro Azorín viviendo en Madrid de su hambre. Valencia no ha renunciado nunca a estos nombres, a un cierto barroquismo que se apiña en los monos de Gibraltar y se expansiona en las otras fallas, que son las muñecas del cine. Cuando filmada la película Luis accedió, por fin, a mostrarme los maniquíes, abuhardillados en el sótano, comprendí las dos Valencias, las valencianitas que abortaban ranas, los marqueses que afeitaban el pubis a las marquesas y toda la vida y milagros del Reyno de Valencia. De acuerdo con la dialéctica y el esperpento de las fallas está la retórica de los Grandes Expresos Europeos, que estallan periódicamente en la gran ciudad con un barbarismo lírico que sólo sabría darnos literariamente el talento y el talante levantinos de Manuel Vicent. Vicent es un antivalenciano silencioso, una figura de la nueva Valencia que ya en el nombre nos dice lo que vale. Pero alguien está haciendo Valencias artificiales con la explosión estacionaria de cuando entonces. Aquellos años positivos de la Valencia de Blasco se están trocando en los años negativos de las fallas inversas y las muñecas podridas en otras ojivas que ya no son las de Luis Berlanga. Alardeaba Blasco Ibáñez, en el casino de Valencia, de haber seducido a doña Emilia Pardo Bazán, que él llamaba «la inevitable doña Emilia». Todo valenciano pudiera alardear de haber seducido a una muñeca de falla, a un personaje real y ficticio, que es lo que son los ninots, criaturas de cartón y doble personalidad. Si recontamos los personajes que va eliminando el tremendismo peninsular, sólo nos quedan los obispos leprosos de Gabriel Miró y las garridas mozas de albufera, como aquella a quien robé yo una sustantísima paella mientras hablábamos de amor en la cola del arroz. Quiso hacerle una galantería a Francisco Umbral, aquel pillo de Las Provincias, que le salió algo pícaro, pasándole de largo, incluso a la bellísima Addy Ventura. Hoy hubiera preferido robarle el arroz de los bolsillos del delantal. Ambas dialécticas, la del gran cine y la del casticismo litoral, están siendo arruinadas por un temporal de agresiones que empezó por el chispazo municipal y hoy ya no sabemos por dónde acabará. Están petardeando a las muñecas podridas y bellísimas del cine y a los prosistas azorinianos. Pero esto ya lo cuenta mejor mi querido colega Jorge Berlanga.

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