La alegoría
Del gran papelamen del Código Penal, que nos embaula a los periodistas por todo, menos por las esquelas y los ecos de sociedad, me ha perplejizado especialmente la condena de la alegoría. La alegoría es un viejo recurso artístico, decimonónico y cursi que, sin gracia ni malicia, metaforiza mal a una persona o una cosa (el rey o la Agricultura, la república o los Ferrocarriles), para bien o para peor. Nuestros abuelos fueron los maestros ingenuos de la alegoría en el periódico, el monumento y la política. No hay género más incauto que la alegoría.
Uno ya había dado por buenas todas las prohibiciones del nuevo Código, como ésa que llama «desacato» a la crítica de un personaje cuando está en su cargo. Pero cuando hay que meterse con Felipe es precisamente ahora, cuando está en el cargo. Luego, cuando se retire a los bonsais ¿para qué coño vamos a hablar de él? Uno, ya digo, lo acepta todo, que con Franco pasaba igual, sólo que éramos más jóvenes y eso que le debemos. Así que había pensado quedarme en alegorista, hacer bonitas alegorías sobre políticos y personajes públicos, que cuento con todos los elementos para ello: retrato literario del alegorizado, señorita culona simbolizando algo, plastilina de colores por doquier para amenizar la obra, intención pícara, pero honesta, y cuatro latinajos para llamar a alguien gilipollas sin motivo y sin faltar. La Codorniz, revista de la que el gran Chumy Chúmez está sacando unas gloriosas antologías, utilizó mucho la alegoría (las mejores eran las de Herreros) para luchar honestamente contra la censura de hierro de la época. A ellos, cuando menos, les quedaba la alegoría.
Bueno, pues nosotros ni eso. Una alegoría es el monumento a Castelar en la plaza Gregorio Marañón, donde se ve al ilustre tribuno, rodeado de señoritas en bolas, bellísimas, y con un brazo estirado, como mandando la familia a veranear en Benicasim, por aquello del Badem-Badem que era Madrid en verano y con dinero. Cuando yo esperaba el tranvía al pie de esa estatua, entretenía mi ocio (los tranvías tardaban como ahora los autobuses, y eso que entonces no había Pablo Rodríguez) admirando el bonito e inocente género de la alegoría política, que se puede utilizar, ya digo, para bien y para mal. Yo tenía ya pensada una alegoría de Mariano Rubio donde se le viese montado en el dólar como en un monociclo, con Boyer empujando detrás, Solchaga chupando rueda (única) y Carmen Posadas, en negligé, alargando inútil un brazo desnudo por detener al amado esposo que pedalea hacia el abismo. Bueno, pues esta alegoría se la digo a ustedes, pero no se la cuento, que ya es grave delito. Franco dejaba la alegoría. El nuevo Código es peor que Franco. Nos pasamos el cuarentañismo haciendo alegorías, que eran la crítica dura que autorizaba el poder. Ahora ni eso. También tenía pensado yo a Felipe González (hay que ganarse la vida) con cuerpo de bonsai y cara de montañas nevadas, y Carmen Romero, en una de sus estilizadas batas, regando la maceta del bonsai a ver si el marido le crece. Pero ya veo que es muy fuerte para la nueva democracia abierta que disfrutamos.
La Revolución Francesa principió por ser una alegoría, principió por ser una señorita con el seno izquierdo al aire del porvenir. La alegoría es una manera incruenta de sacar en procesión al rico, al famoso, al tirano, al poderoso, al político, al jefe, al que manda. En lo que más se ve que este Código es implacable y fascistoide no es tanto en sus zonas duras como en la condena ominosa de la inocente, de la chistosa alegoría, que no hacía daño a nadie y distraía a todos. Todavía el citado maestro Chumy hace algunas hermosas y fúnebres alegorías. Me voy con Chumy a Carabanchel, aunque se pone un poco coñazo con sus enfermedades, y que me pinte en la pared hermosas alegorías de la Libertad.
