Artículos Francisco Umbral

Los presos


De las viejas guadamacilerías de la Historia se levanta ahora nuestro espíritu inquisitorial, nuestra ira de Dios contra los presos. Este es el país donde una señora tuvo que decir «odia el delito y compadece al delincuente». Ahora se piden menos permisos para los presos y más pena de muerte.

Con motivo del caso Alcácer y algunos otros, incluyendo la conducta contradictoria de los presos de ETA, la vieja conciencia nacional, esa mano colectiva que toma la justicia y la esgrime como una quijada de burro, está generalizando su odio racial contra los presos. Y digo racial porque ninguna generalización es inocente. En el discurso reprimido de la anciana moral española está el hacer justicia hasta el final, el sentido bíblico de la justicia, tan arraigado en un país que no ha leído la Biblia. Una cosa que sí tenemos que agradecerle a esta democracia es que haya mejorado en parte (se puede llegar a más) la condición del recluso, que haya ensayado la flexibilidad de la pena y la conducta del encarcelado. Pero aunque el avance es escaso, en cuanto un preso se desmanda ya está ahí la furia del español sentado en su casa, la justicia discriminatoria que persiste, desde siglos, en ver al preso, al culpable, al delincuente como un ser de otra raza y otra especie, como profunda y odiosamente otro. Nosotros cruzamos la calle libremente y ellos nos miran a través de las rejas, como sólo nos han mirado en esta vida el tigre y el mono. De modo que la fácil imaginería nacional los asimila al tigre y el mono, al felino rapaz y al esbozo de hombre que hay en el simio. Digámoslo: los presos, para nosotros, no llegan a hombres. Sólo son esbozos negros de nuestra aseada y presentable humanidad, de modo que como mejor están es con cadenas, y mejor aún muertos. Pero no sólo se es demócrata por votar cada cuatro años, sino por practicar las obras de misericordia laicas que consisten en entender lo humano total, en comprender al preso en nombre de nosotros mismos, que también llevamos dentro un asesino, un ladrón, un violador, un criminal que no se ha desarrollado, que no se ha logrado por falta de oportunidades, qué le vamos a hacer. Primero el fanatismo católico de antaño y luego la buena conciencia burguesa han hecho que nuestra sociedad vea siempre en el preso, no un accidente de lo humano general, sino un ser o un no/ser de otra especie en el que mejor es no pensar. 0 más bien pensar mucho, porque su existencia reclusa explica y justifica mejor que nada nuestra camisa limpia y nuestra libertad. Los que delinquen, los que pecan siempre son otros, siempre son ellos, una raza satánica que no se merece el permiso de fin de semana ni el permiso de vivir. Entre la población reclusa actual hay muchos drogadictos y violadores, algunos homosexuales, y esto ya exalta nuestra santa indignación, robora nuestra diferencia y nos pone pávidos. Hay que matar a esos muertos en vida, lo piden todos los colectivos y particulares que reprochan al Gobierno la flexibilización del sistema carcelario, los discretos experimentos de reinserción social, no sólo referidos a terroristas.

En un país católico, cristiano, y ahora demócrata, es paradójico y revelador el odio al preso, el racismo social que niega la posible regeneración del delincuente, con lo que se está negando que uno mismo pueda pasar cualquier día al otro lado, ya que al delincuente lo hacen las circunstancias y eso no lo evita ninguna máquina de la verdad, aunque la maneje mi admirado Julián Lago. Ultimamente, con motivo de hechos que todos recordamos, los encurtidores del honor calderoniano piden más rigor y saña con los presos. Si en algo ha mejorado nuestra derecha oficial es en que ya no asume esas negras causas populares. Pero la feudoespaña, cada vez que se levanta de su tumba, a mí me tiene en una llaga.

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