Artículos Francisco Umbral

El estanco


Ha dicho el señor Fuentes Quintana, el ilustre economista, que el ideal de los españoles es el estanco, o sea tener un estanco, poner un estanco, que es industria no competitiva y que permite dormir la siesta. Lo de la siesta también lo dice don Enrique.

Efectivamente, yo mismo querría un estanco, pero de los de antes, con bandera nacional y tarjeta de fumador para el trapicheo y la ruta del Chesterfield. Lo que no dice el economista y académico es que en un país donde el gran dinero se hereda de papá (antes) o se acuña sin trabajar, mediante el pelotazo (ahora) y unas copas con alguien de KIO, es natural que el pueblo pierda la fe en su trabajo (si lo tiene), convencido de que un sueldo sólo da para un entierro de segunda y un jornal sólo da para distraer el hambre, atar malamente el perro del hambre y que no muerda. Como el español no es grandioso ni siquiera en sus sueños (Colón no llevaba en su carabela descubridora mucho más alimento que un poco de miel), aquí no se nos ocurre poner el despacho de Juan Guerra o levantar el chalet de Aída Alvarez o los señores de Preysler, sino que todos llevamos dentro nuestro estanco interior, que pueden ser unas oposiciones, un negociado con muchos quinquenios, una mercería modesta, pero céntrica, cosas así. Manuel Alvar escribía esta semana en «Blanco y Negro» sobre la poesía del gran Manuel Alcántara, delfín máximo de don Manuel Machado, el mayor poeta de la pereza, un quietista como no se encuentra entre los filósofos orientales, el verdadero poeta nacional, más que su hermano Antonio, que se metió en dibujos y acabó como acabó.

Somos un pueblo cansado, pero no cansado de trabajar, sino cansado de ver lo poco que trabaja el señorito. Somos una raza vieja, llena de desesperación tranquila, que, cuando se pone a pedir grandes cosas, pide un estanco o una lotería (hoy un despacho de quinielas). De siglo en siglo surge un regeneracionista que quiere levantar esto, devolvernos la marcha y ponernos al tajo: Jovellanos, Costa, Azaña, Felipe González. Pero la «revolución imaginaria» (maestro Haro Tecglen) de Felipe González ha durado sólo una década (más que las anteriores) y ya vemos en lo que está terminando: antes el gentío no trabajaba por el escepticismo y ahora no trabaja por el paro. Ochocientos mil parados más. Quiere decirse que el sueño del estanco no está sólo en el alma de nardo cansado del pueblo, sino que aquí fundar o refundar un partido también es poner un estanco, o sea sacar diez millones de votos y echarse a dormir la siesta. Llegar a presidente del Gobierno es poner un estanco y dejar que las pólizas, las cajetillas, los sellos de correos, la picadura, los habanos, las cerillas y los bic se vendan solos. El monopolio de la Tabacalera es lo más parecido al monopolio del Estado por el partido gobernante. Ambos monopolios se acogen ostensiblemente a la bandera nacional. El patriotismo como coartada de la pereza y la bandera como mosquitero para las moscas de la siesta. Aquí, en diez años de cambio, transición, ruptura y marcha no se ha hecho otra cosa, en realidad, que seguir durmiendo la siesta.

Ellos tienen el estanco y nosotros les compramos el bisontefield y el papel timbrado. Ahora el señor Aznar le quiere quitar el estanco a González, o poner un estanco enfrente, y en cuanto lo tenga, si lo tiene, hará lo mismo que el actual estanquero. Pintar la fachada con la bandera rojigualda y dormirse unas siestas olímpicas. Mientras las estructuras sigan siendo las mismas, feudales y paleocristianas, nos da igual quién lleve el estanco, el Estado, la cosa pública. El PSOE reformista y reformado no ha cambiado esas estructuras en diez años, sino que las ha agravado. Tras el periplo de una década, tras haber hecho varias revoluciones imaginarias (travestís, Rumasa, divorcio y porno), tras haber vuelto a descubrir América, en el 92, este pueblo, incluso en época electoral, vuelve al viejo sueño nacional del estanco.

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