Artículos Francisco Umbral

Drácula


Veo «Drácula», de Coppola, en los minicines de mi barrio, un domingo por la noche. La peli sólo es autorizada para mayores de 18 años. Casi todos los espectadores/as tienen 19.

Es una juventud de parejas rubias, ellos con coleta de chica y ellas con vaqueros de chico, que comparten inmensos cucuruchos de palomitas. Durante la proyección se ríen, hablan, mastican y se besan. Han acudido masivamente al reclamo infantil de los vampiros, y la gran estética de Coppola se queda, para ellos, en efectos especiales. «Drácula» se convierte, así, en una fiesta y manifestación de esta cultura infantil, ligera, niñoide, tontoide, que la juventud actual ha elegido como su metafísica. Son estudiantes que se van a fumar la primera clase de mañana, o que están apurando el fin de semana. La ingenuidad saladilla de las palomitas es su aliento espiritual, y del terror de la pantalla hacen una lectura ligera, banal, sin entrar para nada en la no/dualidad sexo/muerte que plantea o sugiere el filme. Sufren y disfrutan todos ellos el complejo de Peter Pan, se resisten a crecer, siguen viviendo con/de sus familias y vuelven muy tarde a casa, pero ni siquiera son cínicos, sino banales. Los de mi generación, a esa edad (y qué viejo y coñazo suena esto, pero no hay más remedio) ya leíamos a Sartre y Pavese, dudábamos entre el marxismo y el existencialismo, queríamos huir de casa para conocer el mundo y conocernos a nosotros mismos en el mundo.

¿Qué ha pasado aquí? Que una larga dictadura y una infancia de hambre nos había politizado, concienciado, radicalizado, a la gente joven de entonces, nos había hecho descender lóbregamente, lúcidamente, al sentido/sinsentido de la vida, a los planteamientos decisivos, definitivos «para tenerse en pie» (Pániker). Estos de ahora no se tienen en pie, sino que flotan entre vampiros, novias y palomitas, sin plantearse la vida ni plantearse a sí mismos. Son los hijos de Vattimo sin haberlo leído, lactantes todavía en las ubres del pensamiento débil. Quiere decirse que diez años de libertad, intensa vida política, comercio cultural y comunicación plural con el universo, no les han madurado ni profundizado, sino que la facilidad/felicidad consumista les ha hecho vanos, intemporales, levitantes en un presente no ahincado como tal (ahora se conmemora a Jorge Guillén, el gran poeta del presente profundo), sino un presente errático, iluminado de batidos de fresa y perfumado de primaveras sintéticas. Un presente que sólo es una disneylandia de videojuegos y videosexo. No está uno muy seguro de que nosotros fuésemos más importantes, y por supuesto no éramos más felices. Pero una década de socialismo democrático ha dado, paradójicamente (o no tanto) unas generaciones que van pasando de la indiferencia a la ignorancia. Entre los vampiros de Coppola y los existencialistas de Sartre a uno le parece que hemos salido perdiendo. Estos chicos de hoy sólo quieren prolongar su presente, su guerra con los marcianos y su noviazgo con preservativo.

No diría uno que esta pérdida de toda una península humana sea entera culpa del PSOE, ya que el complejo de Peter Pan lo viven , hoy casi todas las mocedades de las sociedades posdesarrolladas. Son los hijos del consumismo (cuando éste no va a compañado de un paralelo consumismo cultural, humanista, conflictual). Sólo en el Tercer y Cuarto Mundo se encuentra una juventud conectada, siquiera sea violentamente, a los valores y contravalores que sirven al hombre para «tenerse en pie». Mañana ¿qué va a ser de estos hombres fabricados con vampiros, videojuegos y maíz? El Poder es culpable e interesado, por cuanto estas masas flotantes y hedonistas son más fáciles de manipular. Se les compra el voto por un cucurucho de palomitas.

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