Drácula
Veo «Drácula», de Coppola, en los minicines de mi barrio, un domingo por la noche. La peli sólo es autorizada para mayores de 18 años. Casi todos los espectadores/as tienen 19.
Es una juventud de parejas rubias, ellos con coleta de chica y ellas con vaqueros de chico, que comparten inmensos cucuruchos de palomitas. Durante la proyección se ríen, hablan, mastican y se besan. Han acudido masivamente al reclamo infantil de los vampiros, y la gran estética de Coppola se queda, para ellos, en efectos especiales. «Drácula» se convierte, así, en una fiesta y manifestación de esta cultura infantil, ligera, niñoide, tontoide, que la juventud actual ha elegido como su metafísica. Son estudiantes que se van a fumar la primera clase de mañana, o que están apurando el fin de semana. La ingenuidad saladilla de las palomitas es su aliento espiritual, y del terror de la pantalla hacen una lectura ligera, banal, sin entrar para nada en la no/dualidad sexo/muerte que plantea o sugiere el filme. Sufren y disfrutan todos ellos el complejo de Peter Pan, se resisten a crecer, siguen viviendo con/de sus familias y vuelven muy tarde a casa, pero ni siquiera son cínicos, sino banales. Los de mi generación, a esa edad (y qué viejo y coñazo suena esto, pero no hay más remedio) ya leíamos a Sartre y Pavese, dudábamos entre el marxismo y el existencialismo, queríamos huir de casa para conocer el mundo y conocernos a nosotros mismos en el mundo.
¿Qué ha pasado aquí? Que una larga dictadura y una infancia de hambre nos había politizado, concienciado, radicalizado, a la gente joven de entonces, nos había hecho descender lóbregamente, lúcidamente, al sentido/sinsentido de la vida, a los planteamientos decisivos, definitivos «para tenerse en pie» (Pániker). Estos de ahora no se tienen en pie, sino que flotan entre vampiros, novias y palomitas, sin plantearse la vida ni plantearse a sí mismos. Son los hijos de Vattimo sin haberlo leído, lactantes todavía en las ubres del pensamiento débil. Quiere decirse que diez años de libertad, intensa vida política, comercio cultural y comunicación plural con el universo, no les han madurado ni profundizado, sino que la facilidad/felicidad consumista les ha hecho vanos, intemporales, levitantes en un presente no ahincado como tal (ahora se conmemora a Jorge Guillén, el gran poeta del presente profundo), sino un presente errático, iluminado de batidos de fresa y perfumado de primaveras sintéticas. Un presente que sólo es una disneylandia de videojuegos y videosexo. No está uno muy seguro de que nosotros fuésemos más importantes, y por supuesto no éramos más felices. Pero una década de socialismo democrático ha dado, paradójicamente (o no tanto) unas generaciones que van pasando de la indiferencia a la ignorancia. Entre los vampiros de Coppola y los existencialistas de Sartre a uno le parece que hemos salido perdiendo. Estos chicos de hoy sólo quieren prolongar su presente, su guerra con los marcianos y su noviazgo con preservativo.
No diría uno que esta pérdida de toda una península humana sea entera culpa del PSOE, ya que el complejo de Peter Pan lo viven , hoy casi todas las mocedades de las sociedades posdesarrolladas. Son los hijos del consumismo (cuando éste no va a compañado de un paralelo consumismo cultural, humanista, conflictual). Sólo en el Tercer y Cuarto Mundo se encuentra una juventud conectada, siquiera sea violentamente, a los valores y contravalores que sirven al hombre para «tenerse en pie». Mañana ¿qué va a ser de estos hombres fabricados con vampiros, videojuegos y maíz? El Poder es culpable e interesado, por cuanto estas masas flotantes y hedonistas son más fáciles de manipular. Se les compra el voto por un cucurucho de palomitas.