La matazón
En algunos pueblos lo llaman «la matazón». Es más frecuente «la matanza». La matanza del cerdo, claro, que me parece que es por estas fechas. Se trata de un ritual primitivo y encubiertamente salvaje, una especie de sadomasoquismo rusticano que no tiene equivalente exacto en otros países. Un pueblo que hace la matazón con tanta crueldad, regocijo y pormenor, es un pueblo que acaba haciendo guerras civiles. Mi compañera Olga Heras ha contado con buen estilo periodístico el horror de la matazón en los pueblos de Castilla. Evidentemente, el cerdo parece hecho para que se lo coma el hombre, pero en los mataderos funcionales y modernos estas muertes ocurren de manera rauda, silenciosa, laboral, funcional, sin fiesta, vino ni rituales como de la Inquisición. La matanza, bajo especie gastronómica, es en realidad otra de las muchas fiestas crueles y españolas en torno a una víctima animal, comestible o no, que se ha limitado a convivir pacíficamente con el hombre. Estamos a quince minutos de la entrada plena en la Europa moderna y todavía seguimos con el medievalismo cruento de torturar a fuego demorado a un cerdo que, con los vapores de la orgía, ya no sabemos si es herejillo, enemigo, judío, relapso, reo inquisitorial, bestia parda o mera cosa comestible. España es un poco aburrida y sólo cuando llueve sangre nos consolamos de que no llueva lluvia. Paseíllo del cerdo por el pueblo, fuego prevenido, sangre lenta para que luego sepa mejor la carne, y finalmente la horca, que es lo que ya no tiene explicación y lo que más explica el parentesco de este rito con el castigo ensañado a los culpables históricos y periódicos de ya no nos acordamos qué. En Holanda todavía se dice con espanto rutinario: «Los españoles volverán a Amberes». Jesús Aguirre ha escrito algún fino ensayo mejorando la fama de los Alba en aquellas tierras, pero viendo en Castilla la matazón del cerdo nos hacemos una idea de cómo trabajaban los tan nombrados Tercios de Flandes (aunque en estos Tercios había algunos mercenarios extranjeros). Por estos días de San Antón se ha denunciado una vez más la muerte lenta, tipo Dachau, que se les da en las perreras municipales de Madrid a los perros perdidos sin collar. El español, desde hace siglos, tiene las manos manchadas de sangre de cerdo, de perro, de toro o de otro español. Nuestro peculiar guerracivilismo, que hace tan típico y que tanto nos une, se explica bien por estos ritos alimenticios del cerdo y el toro. Las tres o cuatro personas sensibles del pueblo, entre las que suele haber algún poeta lírico y algún joven sospechosamente hiperestésico, se niegan a asistir a tal espectáculo, pero en general el buen castellano disfruta mucho (supongo que en otras regiones también) con la pasión, muerte y crucifixión del animal, al que se le afeita la cerda y se le hacen otros primores antes y después de muerto (aquí del sadismo que sugerí antes). El hombre tiene un origen cazador y cainita, pero eso se quita con la cultura, la técnica y los modales. En España, por el contrario, se fomenta en nombre de la tradición, esa palabra espesa, sospechosa y vagamente sangrienta. Lo nuestro no es el ecus ni Descartes ni Debussy ni el minué ni el tiempo perdido ni la educación sentimental ni la diplomacia ni las Cortes de Amor ni el camino de Swann. Lo nuestro son los Tercios de Flandes, Solana, la hoguera, la sanjurjada, la carlistada, el manteo de Sancho, los toros, ETA, el GAL y la guerra civil. Lo nuestro es la matazón.