Loa del amarillismo
Parece que el señor González, presidente en funciones, culpa a algunos periódicos y radios de su derrota. Habla de «amarillismo» y dice que, sin esas campañas, su victoria habría sido absoluta. A ver. Cree uno que la información se vuelve amarillista cuando la realidad es amarilla. Cree uno que la Prensa se vuelve sensacionalista cuando la realidad es sensacional. ¿Y acaso no han sido sensacionales los gales, rubios, javis, convolutos, barrionuevos, veras, salanuevas y toda la roldanesca? Una Prensa que ignore todo eso, o lo aminore, puede quedar como muy europea y aseada, pero la existencia de tal Prensa es lo que precisamente hace necesario el amarillismo, y a mucha honra, ante una sociedad que tiene ya el color de los locos, el color de la ictericia, el color de las transaminasas, el color de los héticos. Y eso lo vemos más y mejor que nada por la tele, que es en tecnicolor. A todos se les ha ido poniendo amarillo el tiempo sobre su fotografía. El señor González diagnostica que ha perdido las elecciones por culpa de esos informadores, por culpa del amarillismo, pero es que un gran estadista, como él, tiene que contar con el amarillismo, que es algo así como el bisel de la democracia, el bisel del espejo, esa franja de luz y realidad que recoge lo que no alcanza a recoger el espejo mismo, paseado estendhalianamente a lo largo del camino. El amarillismo bien entendido no crea alarma social ni basura conceptual, sino que la alarma social y la basura crean el amarillismo, una prensa y una radio (la televisión es boba) capaces de investigar hasta esa situación límite de la política que es el gangsterismo de Estado. Frente a ese gangsterismo, el amarillismo es la democracia salvaje, pero necesaria. Sin amarillismo (o lo que ellos llaman tal, calumniosamente), este país no se habría enterado de nada, llevaríamos más de trece años de justos y benéficos, Roldán y otros presidiarios no habrían nacido nunca, o andarían haciendo democracia, su democracia, por los altos andamios del escalafón. Sin amarillismo, con una prensa dominical toda la semana, con una radio dedicada a los concursos y el avecrem, como en tiempos de Bobby Deglané, llevaríamos unos quince años de bonancibilidad, sosiego social, una paz tan falsa como la de Franco y una felicidad de entresemana en un vertedero de residuos atómicos, todos contaminados, todos enfermos o culpables, pero todos muy instalados en el Estado de bienestar, que prosperó sobre un cementerio de armas, una sacramental de víctimas y un camposanto de dinero negro, enterrado por los manuses internacionales de España, que luego lo han lavado y salvado todo en su hermosa lavandería. La hostia. El presidente se queja de la corrupción como si fuera una gripe inoportuna, pero la corrupción ha sido toda una cultura, una instalación falsa y peligrosa de los españoles, algo que viene de muy atrás y que la Prensa no ha improvisado por joderle a nadie unas elecciones. Cuando la democracia se nos ha puesto amarilla, enferma, los periodistas tenemos el deber de ser amarillistas. Es una forma de adaptación al medio, pero no de adaptación ventajista, sino una manera de poder trabajar y denunciar todo eso. Tras la derecha de izquierdas parece que viene la derecha de derechas. Puede ser aún peor. Mas para eso está aquí la Prensa, convertida en un submarino amarillo: «Yellow submarine, yellow submarine...»
