El ilustre enfermo
El Papa Juan Pablo II está grave y le operan hoy mismo. En el mundo hay millones de ancianos que están enfermos y no los operan nunca, se mueren de pie en la cola de la SS (Seguridad Social), llevan el hígado canceroso en la mano para facilitar las cosas, se van pasando el ataúd despintado unos a otros, por hacer economías, viven y mueren de la sanidad insalubre del Tercer Mundo, las hermosas guerras imperiales y religiosas, la injusticia y los ajustes económicos de los gobiernos, les mata el mito de Maastricht y la caricia férrea del Buba. De ésos no hablamos los periodistas. Le deseo lo mejor al Papa, en esta vida y en la otra, pero me parece un escándalo contra el cristianismo este desdoblamiento publicitario de su operación. Al fin y al cabo, se opera en las mejores condiciones, aforrado de médicos, jefes de Estado, modernidades científicas e inmunológicas, más el rezo universal de sus fieles. Las enfermedades sacralizan al ser humano, y más al Papa. La enfermedad es sagrada o maldita (viene a ser lo mismo) en muchas culturas antiguas y modernas. Pero el Papa se beneficia doblemente de esa sacralidad, mientras las autopistas informáticas aparecen llenas de viejos terminales, de hombres a quienes no sabemos si mata la enfermedad, la guerra, la edad o el abandono. Son muertos globales que no salen luego en los presupuestos generales del Estado. Este Papa ha viajado mucho, ha predicado contra la injusticia y la desigualdad, ha visto cómo mueren o viven o comen de su propia enfermedad los viejos universales de su generación. Pero los ricos tienen su propia muerte, la muerte rilkeana de los que han leído a Rilke, y el Papa ha elegido una muerte de rico, lo más tarde posible, como todos le deseamos, y aquí está el escándalo cristiano, porque Cristo no era así. ¿Qué tiene que ver este fortunón cancerado con aquel judío errante que dejó un libro campesino más utilizado que leído? Yo deseo hoy la salud para este Papa, pero mayormente para los otros viejos del mundo, los que se mueren de soledad, los que comen de su cáncer, del cáncer que les come, y van a ser unos cadáveres sin palio, unas momias sin latines o unas cenizas en llamas navegando a vela de fuego por las aguas ferruginosas del Ganges. En Occidente sobran viejos, los viejos ya no se mueren nunca, porque ahora hay muchos frascos, y entonces los estadísticos de cada país postindustrial deciden reducir los viejos a personajes delgaditos de Giacometti, que desaparecerán «dejando más espacio», como pretendía el propio Giacometti. Porque hay una muerte giacomettiana, que es la del hombre corriente y de perfil, un guarismo en las cuentas del Estado, y si ese señor quiere una esquela, tiene que ir él mismo, después de muerto, a ponerla en un periódico. El Papa es hoy el enfermo sagrado, el Gran Enfermo Universal que hace trepidar, con sus latidos desiguales, la comunicación digital del universo, y que transmite su parkinson al cielo y los astros, que palpitan con su pálpito. Pide que recemos por él. Yo no sé rezar, pero lo hago por los viejos enfermos sobredorados de miseria a quienes nadie lleva flores ni medicinas. En esos millones de miserables muere Cristo. En el Papa, no.