Artículos Francisco Umbral

El gato de la Thatcher


La señora Thatcher, cuando era la jefa, tenía un gato en Downing Street 10 que se llamaba y se llama Humphrey, como Bogart, y que debe ser un poco bogartiano por lo que aguanta, porque aguantó también con Major y ahora tiene ocho años. Pero la señora Blair no quiere felinos y echan al gato. Siempre pasa igual. Cuando al fin llegan los nuestros, o sea la horda socialista, nos espantan el gato de la intimidad, la privacidad y el hogar con sus servicios de inteligencia -Cesid-, sus inspecciones fiscales y sus requisas ideológicas. Hablo con Carmen Díez de Rivera del caso Humphrey, y como ella tiene mano en Europa y conoce mi complicidad con los gatos, me ha prometido ocuparse del caso en cuanto vuelva allá, e incluso mandarme el gato Humphrey si nadie lo ha recogido, que yo estoy dispuesto a adoptarlo, con lo que un gato conservador (todos los gatos son conservadores) vendría como en misión de servicio a la casa de un laborista español, digamos. Yo me imagino a este gato como una especie de Winston Churchill en gato. Humphrey está en lo mejor de su vida, pues ya he dicho que tiene ocho años, y los gatos viven el doble. Seguro que es hermoso, sabio, solemne, confortable como un almohadón inteligente y lleno de un cierto spleen de lord. Este gato debe ser en lo suyo algo así como el Lord del Almirantazgo en gatos. Todos, o casi, hemos recibido como propia la victoria laborista, pero los nuestros siempre nos decepcionan (los contrarios nos fusilan) y ahora resulta que la señora Blair odia los felinos, lo cual es sospechoso y sintomático, pues que el gato es el animal intelectual, como todas las razas felinas, mientras que el perro es animal de conservadores (conservadores que no saben conservar ni el gato, como aquí), bestia doméstica que te va a por el periódico y hasta te lee el editorial. La sumisión es de derechas. Vinieron los del PSOE, en España, entraron en Madrid por Cuatro Caminos y les dimos diez millones de votos, pero en seguida empezaron a espantarnos el gato. Era el gato de la conspiración, el gato de rebotica donde se hace política, el gato volteriano de los casinos liberalrepublicanos, el gato en torno del cual se reunían las tendencias, familias y grupos de la izquierda. Cada familia política tenía su gato. Así, Gómez Llorente era el gato pensativo e intelectual, y Pablo Castellano era el gato callejero, golfo y listísimo. Semprún vino perfumado como un gato francés, oliendo al gato de Colette, que tenía muchos, pero con toda esa gatomaquia acabó Felipe González (el gato con botas) imponiendo un nombre, una fe y una espada, que las tres cosas era él. «Es bueno que haya herejes», como bien decía San Pablo, pero la ortodoxia férrea y personal de Glez. acabó con la pluralidad y la alegría intelectual del partido. Nos dieron liebre por gato, que es como debiera decir el dicho, pues el gato está muy por encima de la liebre en las jerarquías de la evolución. A mí la señora Blair, con perdón, me parece una histérica, y la Thatcher una rencorosa: como prácticamente la echaron de Downing Street, hasta se olvidó de su gato. Thatcher, él nunca te lo haría. Espero que Carmen, a quien tantos milagros le he visto hacer en esta vida, me haga el milagro de salvar a «nuestro» gato. Mal empiezan los socialistas ingleses desechando gatos y otras especies inteligentes y marginales. Blair ya ha anunciado que subirá los intereses. Más que laboristas gentlemen parecen descamisados del PER. Sólo que aquí al enemigo político acostumbramos ahorcarle el gato.

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