El 98
Ya han empezado a salir cosas sobre la generación del 98 en su centenario. Quizá, lo más madrugador el libro de Andrés Trapiello, Los nietos del Cid. De acuerdo con el penúltimo rebrote romántico, los del 98 fueron unos formidables tipos humanos, literarios, unos españolazos de cuerpo entero, todos individualistas, todos autistas líricos que, pese a su personalismo, constituyeron un verdadero grupo generacional, y la charnela que los enlaza, y por la que tanto nos hemos preguntado siempre, se reduce a una palabra: España. Incluso los que no quieren ser 98, como Baroja, resultan atrozmente españoles, de confesión o de comunión con las cosas de España, los pueblos, la Historia, la gente, las costumbres, el agonismo de este país, que cuando degenera en costumbrismo se llama esperpento. Si algo tenemos que aprender del 98, aparte la plural lección literaria, es a interesarnos por el país no sólo en lo económico, en la dependencia financiera de Europa, en lo técnico, sino en el ser/estar mismo de España, porque el hombre es él y su circunstancia, según el inminente Ortega, que les venía detrás, y negar España, hoy, en la enseñanza, la política o el pasaporte, es dejarle a uno sin circunstancia. El hombre, y menos el intelectual, no es planta de secano, sino que necesita echar raíces, se nutre de su entorno y de su subsuelo, medita sobre lo que hay, actúa -porque el intelectual actúa- sobre lo que tenemos. Así hicieron crítica de España los noventayochistas, Azorín, Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Antonio Machado, con amor y visita de lo pequeño, con sentir paradójico y existencial, con rebeldía y amor por los miserables, con conocimiento lírico de los penetrales de Castilla, con pasión política creciente y enriquecimiento del castellano hasta atmósferas de un oro imposible sólo previsto por Góngora. Nada de esto encontramos hoy en nuestros intelectuales y pensadores, y menos en los novelistas, sino una duda poco metódica entre los modelos extranjeros, el esnobismo sexual y ese falso cientifismo impersonal que, según Sartre, es la ideología de los tecnócratas. Los del 98 no eran patriotas ni patrioteros. Eran sencillamente españoles, aunque todos venían de la periferia, porque no habían caído en esa confusión interesada de mezclar España con la meseta castellana y su secular «militarismo». ¿Qué rayos de militarismo entre un tiempo de adobe, un burro blas y unas becadas enfermas? Cuando Camilo José Cela, el último nieto del 98, entra por primera vez en Castilla, todavía niño, en tren, confiesa que las desoladas extensiones de un sol seco «le saltaron las lágrimas». Al 98 se le aparece el Greco como al 27 se le aparecería Góngora. Y, efectivamente, el gótico castellano, el bizantinismo del cretense y su sentido ascensional del tiempo y el espacio (sobre todo esto) determinan al 98 para elevar la vida y la idea, desde Castilla, lejos de casticismos, mercantilismos o galdosianismos a pie de obra. Nosotros no somos 98 porque hemos perdido esa voluntad/egolatría de elevar la vida nacional, de vivir en la cuarta dimensión -empezando por la propia vida-, de galvanizar los viejos cuchillos intelectuales que tiritan bajo el polvo. Todo se nos ha quedado en europeseta y transferencia. Ha mejorado la calidad de la vida y se ha deteriorado escandalosamente la calidad del vivir, que es otra cosa. La revolución del 98 se cumple con la generación de Ortega, o sea que aquellos bohemios, panaderos y profesores de pueblo no perdieron el tiempo. A este país sólo podría salvarlo, dignificarlo, otro 98. Desde luego, quien no lo va a salvar es Kohl.