Artículos Francisco Umbral

La Cuesta de Moyano


Las grandes ciudades se hacen a partir de la herencia o a partir de la insistencia. Uno apenas transita Madrid preguntándose si esas acacias municipales se las debemos a la herencia literaria de Ramón o a la insistencia de los milenaristas perdidos para siempre en tres horas de Museo del Prado. Ahora vuelve la Cuesta de Moyano a su condición de callejón perdido al aire libre, en un recodo de la ciudad, con motivo de la Feria del Libro. Cualquier motivo le era fácil a Madrid para traer de nuevo su cuesta tan madrileña, que es toda ella un enredijo de libros buenos y compradores malos o regulares. La Cuesta de Moyano es un sainete apaisado, un roperío fatigado, una Casa del Libro con más libros que casa. Hace mucho tiempo que en esta movida de libros se impuso el criterio de modernizar la Cuesta de Moyano, pues nuestros regidores, Aguirre y Gallardón, se han propues-to galvanizar Madrid a golpe de euros. Ahora urge la noción de volver a traerse todos los libros, nuevos y viejos, todo el roperío de la cultura. Tiene uno escrito que todo libro esconde una novela además de la que cuenta. Y desde este punto de vista nos honra y alegra la recuperación de lo que no se había perdido sino que andaba -aledaños del Prado- enmascarándose con los sobredorados de Gabriel Miró, los sobreleídos de Marcel Proust a la luz de la tarde clara de otoño madrileño, y los cafés en Platerías, que eran los primeros de una larga noche que pudiera protagonizar don Ramón María, citado en otro café con González-Ruano, pues el 98 fue una confusión de citas en todos los cafés. En la Cuesta de Moyano conocí yo algunas mujeres devoradas de periodismo, que nos citábamos a media noche en las ojivas despiertas de los Jerónimos. Y también el vecindario chic de las que se mataban viajando España en bicicleta o automóvil, o las palomas intelectuales que disfrutaban la Cuesta de Moyano como la librería más snob de Madrid, abierta para ellas 24 horas como la farmacia de las desveladas. Ahora vuelve Moyano con su cuesta culta, ilustrada, como una sempiterna lucha entre Azorín y Baroja, que era la pregunta rutinaria. - ¿Por qué no se acerca usted una tarde a visitar a Azorín? - ¿Por qué no se acerca él por aquí? Antes, cuando vivía mi madre, yo bajaba a pasear un poco por el Retiro, pero ahora, con esos cabrones de falangistas, ya no me atrevo. Conviene decir que aquellos falangistas iban todos de lo mismo. Baroja es que no se enteraba de nada o no quería enterarse, como viejo astuto, vizcaitarra y solitario. Nos devuelven los municipales una calle que es una zarzuela, un auto sacramental y ateo, con su personaje principal, don Ramón del Valle-Inclán, nos devuelven, en fin, los franceses, su gran novela teatralizada y encanallada, Los miserables, de Victor Hugo, intacta de francesismos y tipografía. Azorín y Baroja se robaron mutuamente toda la vida y nos robaron su verdad, con la que ahora vuelven cuando sus pisos burgueses están en llamas de tiempo. Todo esto que digo es la crónica intelectual de las vidas sombrías. Recuerdo el libro de Victor Hugo, esbelto e intacto. Mañana me lo llevo, si es que en Madrid queda seriedad, hombre.

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