Artículos Francisco Umbral

Gamoneda, Premio Cervantes


Una plaza así como mediterránea, y tan lejos del mar. Palomas, gótico y poetas. El Mediterráneo llega a veces a lo más alto de donde no llega. A Gamoneda le conocí en León, primeros años 60, últimos 50, cuando la ciudad era todavía un pueblo limpio, despejado y luminoso. Al poco tiempo de estar allí me enteré de que en León vivía un poeta. Un poeta leonés, naturalmente. Había otros, porque en la España profunda nunca falta. Lo dijo Jorge Luis Borges: «La rosa profunda, la profundidad de la rosa». Estuve allí algunos años y no logré llegar a esa profundidad ni a esa rosa. Antonio Gamoneda era alto, delgado y feo, como suelen ser los jóvenes burócratas. Si además alguno sale poeta, es ya para matarle. De Gamoneda hablaba todo el mundo vagamente como del rosetón de la catedral, antes de visitarlo para entrar a misa. Como hemos dicho había otro u otros poetas en la ciudad, importantes y más conocidos, como Victoriano Crémer. Dada mi curiosidad por los poetas y otras especies líricas, no se comprende que no entrase yo en el Banco de Bilbao, donde trabajaba Gamoneda, para presentarme a él y completar mis soledades provincianas con un poeta de verdad. Pero a éste le veía diariamente paseando por la plaza que ya he dicho, entre un cura y otro poeta. El cura era don Antonio y sacaba artículos en el periódico local, artículos que luego le discutía el joven bancario, que era un monaguillo zarandeado, un arbolillo escaso entre dos vendavales elocuentes. Desde mi soledad peatonal me asomaba, curioso de versos, a aquella breve tertulia viandante que nunca reparó en mí ni tenía por qué. Todo León era consciente de su joven poeta bancario, pero nadie le había leído. Ahora le dan el Premio Cervantes a su anonimato, digamos, a su rebarba de jubilado, a su misteriosa comunicación poética con la madre. Él se define como un poeta provinciano, pero es, con Antonio Machado, un poeta solitario. Algo así como un niño falandero de la España profunda. Su poesía no tiene mucho de la limpidez machadiana, salvo en el luto espiritual, familiar; profunda y perfumada como la rosa de Borges que ya hemos citado. Hombre de la España amarga, parece que ha vivido las dobles soledades de España adentro: la soledad de la roseta catedralicia y la soledad de desmarcarse del 98, el 27, la poesía social y el generacionismo rampante. Hombre amargo, comulga en un humor de amargura: «Lo que sí le puedo decir a usted es que soy el mejor poeta de mi barrio». Lo más fascinante de León es que conserva siempre espacios luminosos, treguas de lucidez entre las casas y los prados, treguas de humanidad entre los hombres y los días. En León todavía se puede pasear entre dos poetas y un cura, los mismos poetas y el mismo cura de antaño. Siempre me arrepentiré de haber pasado de largo por el Banco de Bilbao, en León, y por el rosetón de la catedral, cuando la misa. Ahora es cuando Gamoneda principia a ser un poeta provinciano, como él mismo ha dicho. O sea, cuando las provincias se vuelven en torno a él con fervor literario, aunque Gamoneda tampoco cree en la literatura. Gamoneda se ha vuelto escéptico, que es la única manera de ser universal.

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