Los rascacielos
Trasantaño, en Madrid, a las torres las llamábamos rascacielos. Salvo Miguel Hernández, el poeta campesino, que a los rascacielos los llamaba «rascaleches», lo que le valió la definición de Neruda: «Cara de patata». La verdad es que en este poblachón manchego siempre nos hemos llevado muy mal con esa forma vertical de fabricación. Nuestra gran réplica arquitectónica es El Escorial, pero hay más. El edificio horizontal del Banco de España ha presidido siempre la arquitectura madrileña con su forma de billete apaisado. La España gremial, siempre en guerra con otras Españas, le dio su vibrante respuesta a todo lo vertical cuando, en pleno franquismo, levantamos el rascacielos del Bancobao (BBVA), ahora en venta. España, cuando más se luce es cuando pelea contra sí misma, como algunos filósofos. El edificio bancario de la Castellana, obra americanizante de Sáenz de Oiza a mí me gustaba mucho y me sigue gustando. A lo mejor es que uno es un poco snob de Nueva York. Si Nueva York mira siempre a Madrid, digamos que Barcelona mira a París. Y en esta parapsicología de las ciudades va pasando la Historia. Con ese edificio de arquitecto ilustre, personaje lejano de aquella escuela alemana que cambió la cara de Nueva York, recuerdo yo a una estrella menor muy amiga mía que soñaba con su debut glorioso y confundía lo que hoy se pierde y hace pocos años se incendió. Entre el Windsor y el Bancobao se perdía el sueño de la niña, o sea Candilejas, antes o después de Chaplin. Íbamos a cenar a Valentín, que estaba cerca del teatro y de la Gran Vía. El sueño neoyorquino de Azca se inicia con la Torre de Ruiz Mateos. Otra obra duradera de Sáenz de Oiza que luego no duró tanto, aunque tenía apartamentos surrealistas y grandes licencias de construcción. En realidad, Azca nace o muere con Boyer, el marido de la Preysler que se presenta como socialcapitalista ante los justicieros de Franco. En un apartamento surrealista, como lo he definido, tenía su vivienda madrileña Camilo José Cela, y alguna vez le visité con mi señora. Recuerdo un vino hermético y silencioso con la mujer de CJC, cuando aún nacía nuestra amistad literaria. Insistiendo en el sueño musical de la chica, hablé con Joaquín Leguina, el presidente de la Comunidad por entonces, para estrenar en el Windsor, por la vía oficial, el invento teatrero. Pero no hubo nada porque, como ya he dicho, Azca principiaba a agonizar y el Windsor a arder. Ahora he recordado mucho a mi vedette, entre el fuego del rascacielos, que es un fracaso muy teatral. Esperanza lo hubiera estrenado. Los pisos son cada vez más pequeños y los rascacielos más grandes. La Torre Picasso, pálida arquitectura inexpresiva y optimista, me ha recibido alguna vez, pero el racimo de bancos que arropa el de Bilbao va a fenecer sin siquiera arroparme una modesta cartilla de ahorro, que la única que tuve, tan hospiciana, debió caer entre las ruinas financieras de Mario Conde, el hombre que me daba pan en las cenas. La aventura neocapitalista nunca ha perdurado en España. Y el sueño de una noche de vedette, tampoco.