Blasco Ibáñez
El grande Luis García Berlanga ha trabajado mucho tiempo en esta biografía gráfica de Blasco Ibáñez, y le he visto hacerlo con verdadero amor y vocación, sin la elegante desgana de otras veces. Esto se debe, sin duda, a que, como valenciano, tuvo en Blasco una lectura adolescente, y, por otra parte, el género resulta nuevo en él, y cambiar de género, Luis, es siempre quitarse años. Un proyecto que en principio suena a magno, queda naturalmente empequeñecido por la televisión, y más en las condiciones en que se ha dado. Berlanga, aquí, ha luchado contra muchas cosas: olvido injusto de Blasco (otros naturalistas muy inferiores están en revival), exhibición en la tele estatal con un Gobierno de derechas, falta de medios, aunque hayan sobrado los millones, que una cosa es compatible con la otra. Si Blasco está olvidado, el reto de Berlanga -como se dice ahora: reto- era hacer un personaje de película, atractivo, con un fantasma. Y lo ha conseguido incluso con exceso. Esa aceleración triunfal y voluntariosa que fue la vida de Blasco, se transmite a la película, entre otras cosas porque Berlanga siempre ha sido un director dinámico, siempre ha entendido el cine como los primitivos de este arte, o sea los clásicos: un acelerón que se le mete a la vida, porque la vida es de ritmo demasiado lento para el cine. El actor elegido no se parece a Blasco, pero eso da igual: se va pareciendo a medida que avanza la proyección. Blasco fue una torrentera humana, política, literaria, un artista con más músculo que sensibilidad, un republicano con más demagogia que doctrina, un escritor internacional con más amigos que lectores. Lectores tuvo muchos, pero malos, porque hay que volver al Blasco valenciano de Flor de Mayo o al naturalista crítico de La Catedral. A los pies de Venus y cosmopolitismos así le perjudican como escritor y como político. Hollywood le estrangula definitivamente como a cualquier novelista, bueno o malo. Todo esto se ve en la película de Berlanga, o el inteligente director nos deja adivinarlo, de modo que Luis no se ha cegado de horchata patriótica para novelar a su escritor, sino que ha conseguido un protagonista verosímil -y de izquierdas, a fin de cuentas-, antes que una joya de valencianismo. Otra lección del maestro: Ana Obregón no es una actriz ni buena ni mala, sino que, como todas las actrices -y actores- es lo que un director haga de ella. Berlanga le ha racionado la risa boba, la ha erotizado sin horterismo, la ha pasado por Sorolla y por sus propios gustos en el género, con lo que la estrella ya tiene el mejor papel de su vida. Emma Penella, en cambio, tan buena actriz, se olvida de doña Emilia Pardo Bazán para hacer de Emma Penella. Luis, en su gran sabiduría, a lo mejor lo ha preferido así, dejándola hacer. Manuel Alexandre, en cambio, nos da en unos cuantos planos la decadencia y el desbarate del folletinista Fernández y González. Todo esto sólo puede no interesar a quien no tenga ninguna curiosidad por la España de hace un siglo, que es la de hoy. En la publicidad o contrapublicidad se está presentando a Blasco como un hombre del 98, cosa que no fue para nada. Su republicanismo rampante, su escritura naturalista (todo el 98 es estilista), su cosmopolitismo (todo el 98 es localista), le alejan de aquel grupo egregio. Blasco hace la guerra por libre. Berlanga esclarece todo esto como sin querer y sólo en algún momento deja ver que no está en su género. Los diálogos son vigorosos, pero demasiado poco literarios, ay del naturalismo. Y no sigo porque yo no soy una nieta de Blasco, como ésas que ahora insultan a Berlanga.